Venido a Menos


Relato publicado en la revista 16x16 en su edición Febrero-Marzo de 2011.

Salí a toda velocidad del aparcamiento del Desert Rose Inn. A mi espalda, tras una delgada línea de fuego, Jimmy y el bofia estaban envueltos en llamas, reduciéndose de tamaño en el espejo retrovisor. En el maletero, calcinados, caros equipos de escucha y todo tipo de aparatos capta-mierda. Las manos me temblaban con violencia. Prácticamente incapaz de controlar el Buick de Jimmy, repasé mentalmente todo lo sucedido. Llegado a este punto no sabía qué hacer. Con la estática de una grabadora como sonido de fondo, por mi cabeza solo aparecían palabras desordenadas, fragmentos de conversaciones grabadas y el perturbador gusto por la muerte.

Ella se había llevado las cintas, me había engañado. Las estrellas de cine no son de fiar y si no échate un vistazo. Me puse en camino hacía su escondite, una mansión que su padre tenía en Big Sur, la había construido para codearse con toda la tropa de artistillas que habitaban la zona. Eso decía mucho de su carácter, pues siendo un hombre rico que había hecho fortuna a través de la industria auxiliar de Hollywood, se había empeñado en que su hija fuera una gran actriz. Cualquier persona normal en su situación hubiera acabado aborreciendo todo lo que oliera a cine. Pero ese es otro tema.

Ahora volaba, cinco o seis horas desde Malibú a Big Sur dan tiempo para ensoñaciones de todo tipo. Me veo echando el guante, finalmente, al archivo de Jimmy, es lo que busco, ella lo tiene. Mierda para enterrar toda la Costa Oeste, extorsión, EXTORSIÓN y mi carrera de nuevo encarrilada. Entrevistas, fiestas, películas y mujeres preciosas. Los que me despreciaron, hundidos.

La radio está encendida, sin noticias de los asesinatos del Desert Rose Inn, hago una parada en Santa Bárbara. No hay noticias. Muevo frenéticamente el dial y paso Arroyo Grande. Nada. Vuelven los nervios. Un policía y el mayor experto en escuchas de Los Ángeles asesinados y nadie dice nada. Curioso por lo menos y yo bebiendo del frasco que da gusto. A quince millas de Big Sur, la ansiedad se apodera de mi, piso el acelerador con fuerza y el Buick me va llevando, arrastra el asfalto, Los Ángeles y todo aquel vasto y sucio continente.

Entré como una exhalación por la puerta principal empuñando mi revólver, quizás no era lo más conveniente, pero así lo hice, y como una bofetada, me golpeó el hedor de la carne en descomposición. Toda la casa estaba revuelta y el cuerpo agujereado de Mickey Carter, un conocido matón al servicio de la sordidez, yacía en medio del salón sobre una mesita de café. Había un gran charco de sangre seca. Fui directo al cuarto de Sophie, ¡qué recuerdos! Y aunque también estaba revuelto, lo puse patas arriba. Nada interesante, ni lo más interesante. Pero el cuarto de su hermanito, Jack, el santurrón, era una cosa muy distinta.

Para empezar estaba impoluto, como para sacar una fotografía para una revista de decoración. Miré en todas partes y reservé inconscientemente el armario como último lugar. Allí, en la parte de arriba mal escondida en una caja de puros, junto a lo que podría denominarse el kit del amante del voyeurismo, una bomba. Unas veinte fotografías. El señor Brenner acariciando delicadamente el cuerpo terso y fino de su hija Sophie desde diferentes ángulos. Mi boca se abrió como nunca antes. Incesto igual a escándalo, igual a me las llevo. Las fotografías eran antiguas y ella parecía ausente, totalmente inexpresiva.

Bajé de nuevo y fui a la cocina. El viaje no había sido en vano después de todo, así que me sentía bien. Eché una ojeada a la manduca y comí directamente de las latas de conserva. Engullí un par de ellas. Asqueroso pero nutritivo. Pensaba en el sorprendente hallazgo y en el siguiente paso. ¿Dónde estaría Sophie? Sin llegar a ninguna conclusión decidí marcharme antes de que me entrara sueño, no era el lugar apropiado para tomar un descanso, eso estaba claro. Cogí una botella de whisky y cuando atravesaba el salón bordeando el cadáver putrefacto de Mickey, vi una sombra que se proyectaba desde atrás y un golpe seco en la nuca me noqueó, me eché mano a la parte trasera del pantalón donde tenía el revólver pero resultó inútil. Quedó en un amago pues en un instante mi mundo se volvió negro y fui a dar de bruces en el charco de sangre coagulada del otro tipo.

Eddie Vincent

La Calidad Universitaria y el Desencanto

Lunes de examen después de un tiempo agradable sin ir a la facultad. Creo que ya ha cumplido años mi desgana hacia a este respecto. Realmente, después de cinco años no he notado el cambio del instituto a la universidad. Es lo mismo. Pero el caso es que me levante temprano para repasar e ir a la facultad a mirar el tablón físicamente al parecerme extraño el horario de 20:00-22:00 establecido. Comprobé que era cierto buscando incluso en los demás carteles algún aviso improvisado y escrito a mano sobre el cambio de hora. Eres un tío precavido. Todo vendrá rodado, sin problemas. Prepárate para que nada falle, pon todo lo que puedas poner de tu parte, que no se te olvide el bolígrafo, lleva otro de repuesto, por si acaso, la calculadora no te la dejes, y el carnet ¿lo llevas? Si, y sal temprano para encontrar un aparcamiento en esa facultad que esta en medio de Manhattan. A punto de entrar, voy con una hora de adelanto, si, eres un tío precavido, vuelvo a escuchar. Al otro lado del edificio me cercioro nuevamente del horario, ya no hay duda, lo eres.

Le pregunte a la conserje si me podía situar el aula X, en su primer día, según me dijo, la pude entender a pesar de la dificultad de sus explicaciones. Lógicamente, nadie se había presentado por allí. Me senté en un banco pegado al aula por unos minutos hasta que el frío empezó tocar el xilófono con mis costillas. Y me fui al bar, el de fuera, el que se puede fumar, y después de media hora de un periódico, dos cigarrillos y un refresco volví de nuevo al corral. Ahora había mucha gente, no sabría decir cuantas personas, pero los había de todos los cursos y edades. Me alejé un poco a observar, desde un sitio en el que podía ver todo el que entraba y salía del patio de la facultad de derecho, de cara a la puerta del aula en donde los alumnos empezaban a amontonarse. Oía sus conversaciones en un conjunto que formaba un sonido de insecto, como si una abeja sobrevolara mi oreja y no me dejara en paz. Estudiantes, cabezas atolondrados y reblandecidas por tele basura, pop blando, alcohol barato y hachís ligeramente adulterado. Uno hablaba de la juerga que se pegaría el viernes por la noche, otra de la batería de su teléfono móvil y muchos sostenían los apuntes en sus manos temblorosas. Todo era parte de un un mismo modo de actuar, hablar y pensar. Había, como yo, dos o tres almas solitarias, con sus espaldas apoyadas sobre las paredes, que no hablaban con nadie y que simplemente estaban ahí, parados, aguantando el tirón, me pregunté si lo hacían con mis mismos ojos pero no hice nada por sacarles de su lucha interior. Aquella homogeneidad me asustaba, me daba miedo, me ponía nervioso. Parecía poder envolverte y atraparte en un instante.

Llegó el momento de entrar esa jaula que era el aula X como un rebaño, juntos, bien juntos y sin apenas rozarnos. El método de observación era como el que se describía en El Padrino para huir de la escena del crimen, mirando individualmente a cada uno de ellos sin fijar la vista en ninguno. Me hizo gracia pensar en ello ante aquella circunstancia. Pronto se borró la sonrisa, el aula estaba a reventar, los dos conserjes, el veterano y la novata, salían mientras hablaban “es que no se hace nada por prevenir estas cosas, ahora están todas las clases ocupadas y no parece importarle, para que veas la calidad universitaria”. Mierda. La peste bukowskiana, que ya rondaba entre el alumnado antes de entrar, había llegado con toda su fuerza, negra, plena, esta aquí, arrasando con todo, como siempre. El cerebro me decía, “no hay escapatoria, es demasiado tarde” y la conciencia, que no es lo mismo, me invitaba a tomármelo con calma. Así me mentalice para todas las cosas que iba a presenciar. En primer lugar, el profesor se había propuesto enlatarnos en aquella clase, “el tío debe tener un listado de alumnos matriculados, ahora nos trasladaran a otra clase” me decía a mi mismo. Pensé primeramente que no podría, pero no hay nada que doblegue la voluntad holgazana de un profesor universitario, en filas de siete, sin espacio entre los alumnos, hombro con hombro, la gente parecía muy contenta, es difícil suspender un examen cuando tus ojos tienen acceso involuntario a ocho compañeros que te rodean. A partir de ahí, el surrealismo, el profesor de espaldas a la pizarra, en alto, frente a nosotros, comenzó pidiendo un minuto de silencio por la muerte ese mismo día de un economista famoso, un tal Samuelson, todos se echaron a reír, entre sonrisas, dijo que ya no tendríamos que estudiar el material nuevo de aquel hombre muerto. Los muertos no escriben, los muertos se pudren, esputan por heridas internas infectadas, son devorados por gusanos diminutos, son el criadero de los hijos de esos mismos gusanos, bichos que cuando crecen acaban con la madera robusta de un buen ataúd y en tu cuerpo huesudo se empieza a colar la tierra, por todos tus nuevos orificios. Los muertos no escriben. Vaya cosa.

El ambiente de jocosidad llegó a su punto álgido en los minutos siguientes con las explicaciones por parte del profesor de cómo iba a ser el examen. Aquí me acojoné porque siempre he desconfiado del buen trato de personas que no te tienen por qué tratar bien. Odio el buen trato tanto como el malo, es incluso peor, a mi me gusta el correcto, que abarca un sin fin de posibilidades, se puede ser correcto de mil maneras distintas. Me recordaba a lo que escribió Céline en su primera novela respecto a como los gobernantes preparaban a los hombres para ir a la guerra a morir: “cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón”. Cinco preguntas tipo test y un problema en el que según él no necesitaríamos ni la calculadora, para un examen programado de dos horas, el había estimado un tiempo total de veinte minutos. El jolgorio era total, no había suspenso posible. La clase llegó al éxtasis cuando dijo “... y espero que sea la última vez que os veo en estas circunstancias “ y todo el mundo se puso a aplaudir, mientras yo me hacía más y más pequeño en mi asiento. El estado de hacinamiento era tal que mis gafas se empañaban, no duraban ni un minuto limpias, recordaba a Céline con ira, pensaba que había llegado la hora, que me darían un fusil, un petate y un par de calcetines y me mandarían al frente. “¿cuál es mi puesto, señor?” “ primera línea de infantería, desgraciado, muévete”. Comenzó a repartir los exámenes, cuando incluso había gente con los apuntes sobre las mesas, aquello sencillamente no era serio, ni profesional. Advirtió que expulsaría a cualquiera que intentara copiarse, ridículo, como si dejas a un niño muerto de hambre en medio de un magnífico banquete y le prohíbes comer. Pero el profesor no era estúpido en absoluto y tenía un as en la manga para que la situación no se descontrolara.

Miré a la izquierda un instante, en el otro extremo una fila hacia delante una chica deseó suerte a sus dos amigas sentadas a mi lado, y el despiste fue fatal, cuando volví la vista al frente nuevamente, ¡boom!, disparo en la cabeza, otra baja en la división de infantería. Es lo que tiene, soldado. “A la calle, tu, por hablar” “¿yo?” “si, tu”. Ese era su as, la manera de decir a los demás que no le temblaba el pulso, que se quedaría solo en aquella clase de ser necesario. Me levanté. Otra vez vino a mí la sensación de ser observado. Buscaba en los recovecos de mi cabeza una respuesta aclaratoria para aquel absurdo malentendido que, formulada de un modo irresistiblemente respetuoso y gentil me iba a sacar del embrollo. Pero no estaba inspirado por culpa del efecto que me produjo ver su rostro en los dos segundos que estuvo frente a mi. Vi un autoritarismo incondicional, irracional, escuché: “mi mujer no me folla, mis hijos son estúpidos, no soporto a mi suegra y a mi madre muerta que tampoco la soportaba y, además, era castrante, ahora la echo profundamente de menos, aquí estoy en mi salsa”. La peste más negra que jamás hubiera visto. Maldita sea la peste. Maldito sea Bukowski. Ante eso no hay nada que hacer, amigo. Mátame lentamente si tienes un momento. Todos los allí presentes esperaban un acto de rebeldía como premio a sus miradas, incluso una parte de mi también me lo pedía, me decía, “manda todo a la mierda”. Pero no puedo ser rebelde delante de ciento cincuenta personas, es superior a mi, soy discreto por naturaleza, no lo puedo evitar. Solía expresarme mejor conforme menos personas entraban en el proceso de comunicación. Así que me marché cabizbajo, resignado, jodido y sin decir nada. En la puerta del aula había cuatro chavales que esperaban haciendo frente al frío a que sus novias terminaran el examen, o eso supuse. Uno de ellos me preguntó “¿por qué habéis aplaudido antes?” “porque lo que pasa ahí dentro es un cachondeo, una verdadera juerga” le contesté.

Mi consejo, si vosotros, que leéis esto, tenéis hijos en edad de pasar al instituto, preguntar en la Universidad de Córdoba, pues es el mejor instituto de la ciudad.

Escribo ahora esto que mi zurda está ofendida, caliente y dispuesta.

Subrayo esta escena: Dead Man




Pasamos a subrayar, por primera vez, la escena de una película. Éstas no tienen porque ser escenas legendarias del cine, pueden ser, como en este caso, escenas con historias curiosas.

Dead Man es un western moderno y atípico de Jim Jarmusch con Johnny Depp como protagonista. No haré la sinopsis, porque se puede encontrar en cualquier página web sobre cine, pero me gustaría mencionar la aparición de gente como Robert Mitchum, sobre todo, Iggy Pop y Gabriel Byrne, entre otros. Y también la banda sonora de Neil Young con únicamente su guitarra eléctrica.

En el fragmento, W. Blake huye al ser perseguido por tres caza recompensas y conoce a un indio que le guía a través del bosque.

"- William Blake, ¿sabes utilizar ese revólver?

- No muy bien.

- Será el sustituto de tu lengua,aprenderás a hablar con él y así tu poesía se escribirá con sangre.

- ¿Cómo te llamas?

- Me llamo Nadie.

- ¿Cómo dices?

- Me llamo 'shebeshe', el que habla alto y no dice nada.

- El que habla...¿no has dicho que te llamas Nadie?

- Prefiero que me llamen Nadie.

- Nadie, ¿no crees que deberías estar con tu tribu?

- Mi sangre está mezclada, mi madre era una 'ungampe picana' y mi padre es un 'absoluka'. La mezcla no fue respetada. Cuando era niño, con frecuencia me dejaban solo, así que pasaba muchos meses persiguiendo a los alces para demostrar que pronto sería un buen cazador. Un día mis parientes alces se apiadaron de mi y un alce me dio su vida, con solo mi cuchillo, tomé su vida, y cuando me disponía a cortar su carne, me apresaron unos hombres blancos. Eran soldados ingleses. Les ataqué con mi cuchillo, pero me golpearon en la cabeza con un rifle. Todo se volvió negro, creí que mi espíritu me dejaba. Luego me llevaron al este, en una jaula. Me llevaron a Toronto, luego a Filadelfia y después a Nueva York. Y cada vez que llegaba a otra ciudad, el hombre blanco había trasladado a toda su gente antes de que yo llegara. Cada nueva ciudad tenía la misma gente blanca que la última, y yo no podía comprender como se podía trasladar a toda la gente de una ciudad tan deprisa. Finalmente, me llevaron en barco, por el gran mar, hasta Inglaterra y me exhibieron delante de todos, como un animal salvaje, me exhibieron. Así que los imité, imité sus costumbres con la esperanza de que perdiesen el interés en el joven salvaje, pero su interés fue en aumento. Me hicieron ir a la escuela del hombre blanco y fue allí donde descubrí, en un libro, las palabras que tu, Willian Blake, habías escrito, eran palabras poderosas y me hablaron. Entonces hice mis planes y finalmente me escapé, una vez mas, crucé el gran océano. Vi muchas cosas tristes al intentar volver a las tierras de mi pueblo. Cuando se dieron cuenta de quién era, las historia de mis aventuras les enfurecieron, me llamaron embustero, 'shebeshe', el que habla alto sin decir nada, me ridiculizaron, mi propio pueblo, y me abandonaron para que vagara solo por la tierra, por eso soy Nadie."

Subrayo este párrafo: Los Borgia

Para la segunda entrega selecionamos una parte del capitulo 23 de la novela "Los Borgia" de Mario Puzo. Narra el ingenio de Leonardo da Vinci, al servicio de César Borgia como ingeniero militar, para conquistar Faenza.

"[...] Con la proximidad de la primavera, un contingente de tropas francesas enviadas personalmente por el rey Luis se unió al ejército pontificio. También viajó a Cesena el prestigioso artista, ingeniero e inventor Leonardo da Vinci, que había sido altamente recomendado a César como experto en los métodos de la "guerra moderna".
Al llegar al palacio de los Malatesta, Da Vinci encontró a César estudiando un mapa de las fortificaciones de Faenza.
—Estas murallas parecen repeler las bombas de nuestros cañones con la misma facilidad con la que un perro se sacude el agua —se lamentó César—. Necesito abrir una brecha lo suficientemente grande como para permitir que la caballería gane el interior de la fortaleza.
Da Vinci sonrió y varios mechones castaños cayeron sobre su rostro.

—Es fácil, excelencia. Sí, realmente, el problema que planteáis tiene una fácil solución.

—Por favor, explicaos, maestro —lo urgió César.

—Bastará con una torre móvil con una rampa —empezó a decir Leonardo—. Sí, ya lo sé.
Estáis pensando que se llevan usando torres de sitio desde hace siglos y que nunca han demostrado una gran utilidad, pero os aseguro que mi torre es diferente. Está compuesta por tres secciones independientes y puede ser empujada hasta las murallas de la fortaleza. En el interior, la escalera conduce a una plataforma cubierta con capacidad para albergar a treinta hombres. Por delante, los soldados están protegidos por una barrera de madera que puede hacerse descender, como un puente levadizo, creando una rampa que permita a los hombres acceder a lo más alto de la muralla blandiendo sus armas mientras otros treinta soldados ocupan su lugar en el interior de la torre. En tres minutos, pueden acceder a las murallas hasta noventa hombres. En diez minutos más, puede haber trescientos soldados luchando contra el enemigo —concluyó Leonardo.
—¡Es una idea brillante, maestro! —exclamó César.

—Pero lo mejor de mi torre es que no será necesario emplearla.
—No entiendo qué queréis decir —dijo César, desconcertado.

Leonardo sonrió.

—Veo en vuestro diagrama que las murallas de Faenza tienen diez metros de altura. Algunos días antes de la batalla debéis hacer circular el rumor de que vais a emplear mi nueva torre y que, con ella, es posible tomar un muro de hasta doce metros de alto. ¿Podréis conseguir que esas noticias lleguen a oídos del enemigo?.
—Por supuesto —dijo César—. Las tabernas están llenas de hombres que acudirán raudos
a Faenza a contar lo que han oído.
—Entonces debemos comenzar inmediatamente la construcción de la nueva torre —dijo Leonardo mientras desplegaba un pergamino con un plano bellamente dibujado de la inmensa torre—. Aquí podéis ver el diseño. Es vital que esté a la vista del enemigo.

César examinó el pergamino con atención, pero cada sección del plano estaba acompañada
por unas explicaciones escritas en un extraño lenguaje.
Al ver el desconcierto en su semblante, Leonardo volvió a sonreír.

—Es un truco del que me sirvo a menudo para confundir a quienes intentan plagiar mi trabajo —explicó—. Nunca se sabe quién puede intentar robar la obra de uno. Para poder leer las explicaciones, basta con poner un espejo delante.

César sonrió, pues admiraba a los hombres precavidos.

—Supongamos que el enemigo ya ha oído todo tipo de noticias sobre nuestra imponente
torre y que observa cómo va progresando la construcción —continuó diciendo Leonardo—. Saben que no les queda mucho tiempo. La torre pronto será una realidad y, como sus murallas sólo tienen una altura de diez metros, no podrán detener a los soldados y trataran de hacerlas más altas. Apilarán piedra tras piedra sobre los muros hasta conseguir hacerlos tres metros más altos. Pero habrán cometido un terrible error. ¿Por qué? Porque para aumentar la altura de un muro es necesario aumentar el grosor de su base; si no, el peso añadido hace que el muro deje de ser estable. Pero cuando se den cuenta de su error, vuestros cañones ya estarán trabajando.
César reunió a todos sus hombres en Cesena y se aseguró de que no hubiera un solo soldado que no oyera la buena nueva de la gran torre con la que tomarían Faenza. Acto seguido, y tal y como Da Vinci había sugerido, comenzaron las obras de construcción de la torre a la vista de la fortaleza rebelde.

Cuando César llegó a las afueras de Faenza al frente del grueso de sus tropas, vio cómo el enemigo se afanaba colocando una enorme piedra tras otra en lo alto de las murallas. El hijo del papa mandó llamar a su presencia a Vito Vitelli, el capitán de artilleros.

—Cuando dé la orden quiero que bombardeéis con todos vuestros cañones la base de la muralla —dijo, divertido, mientras contemplaba la fortaleza desde la puerta de su tienda—. Exactamente entre esas dos torres —continuó diciendo al tiempo que señalaba una zona lo suficientemente ancha como para que su caballería pudiera atravesar los muros al galope.
—¿La base, capitán? —preguntó Vitelli con incredulidad—. Pero eso es exactamente lo que intentamos antes del invierno y, como sabéis, no obtuvimos el menor resultado. ¿No sería mejor dirigir los cañones contra las almenas? Al menos, así crearemos algunas bajas entre el enemigo.
Pero César no deseaba compartir con nadie la estrategia de Leonardo da Vinci, pues
siempre podría volver a serle útil en el futuro.
—Haced lo que os ordeno —dijo—. Y recordad que debéis dirigir todos los disparos contra la base de la muralla.
—Como ordenéis, capitán, pero será un gasto inútil de munición —dijo Vitelli sin ocultar su desconcierto. Después se inclinó ante César y se marchó.
Desde su tienda, César podía ver cómo Vitelli transmitía las órdenes a sus hombres. Pronto, los cañones estuvieron dispuestos. Vestido con su armadura negra, César dispuso a la infantería detrás de los cañones y ordenó a los soldados de caballería que subieran a sus monturas y que aguardasen su orden para entrar en acción. Fueron muchos los soldados que se quejaron entre dientes. ¿Acaso esperaba el capitán general que durmieran y comieran sobre sus monturas? Pues, sin duda, el cerco duraría al menos hasta el verano.
Tras comprobar que todos sus hombres estaban dispuestos, César te dio la señal a Vitelli para que comenzara el bombardeo.

—¡Fuego! —gritaron los condotieros—. ¡Fuego! Los cañones bramaban escupiendo fuego sin cesar mientras las balas golpeaban contra las murallas a apenas un metro del suelo. Mientras el bombardeo proseguía de forma implacable, Vitelli miró a César, interrogándolo con la mirada, pero éste le ordenó que continuara disparando.
Hasta que, de repente, empezó a oírse un ruido sordo, cada vez más y más pronunciado, como el sonido de una tormenta al acercarse, y una sección de varios metros de ancho de la muralla se desplomó sobre sí misma, levantando una inmensa nube de polvo. Al cesar el estruendo, tan sólo se oyeron los gemidos lastimeros de los pocos soldados apostados en esa sección de la muralla que habían logrado sobrevivir.

—¡Al ataque! —gritó César. Entre atronadores gritos de entusiasmo, la caballería ligera traspasó las murallas seguida por la infantería, que tenía órdenes de desplegarse en abanico en cuanto hubiera accedido a la fortaleza.

Los soldados de Faenza que acudieron a defender la brecha fueron aplastados sin piedad por los hombres de César.

Atrapados entre dos fuegos, los soldados que permanecían en la parte intacta de la muralla tampoco tardaron en ser derrotados.
Hasta que un capitán del ejército de Faenza gritó:

—¡Nos rendimos! ¡Alto el fuego! ¡Nos rendimos!
Al ver cómo el enemigo arrojaba las armas al suelo y levantaba los brazos en señal de rendición, César ordenó a sus capitanes que interrumpieran la lucha. Y así fue como Faenza fue conquistada por el ejército pontificio para la mayor gloria de Roma. [...]"

Los Borgia
Mario Puzo

De Pata Negra

En esta primera sección dedicada a la música, la buena música, que levanta el vello del antebrazo, que ya no se encuentra, que piensa en la obra y no en el masivo público, la más sincera y auténtica, encontramos el recuerdo del flamenco-rock español con el que aprendimos a leer de los libretos de cintas y discos que había en casa cuando éramos niños.

Pata Negra
Rock Gitano (Mercury, 1982)

Fusión entre bulerías, tangos y tarantos como hermanos con el rock&roll, letras de Lorca y Miguel Hernández y una versión de los Allman Brothers Band, Jessica. Raimundo y Rafael demostrando su buen hacer a las guitarras, bajos, voces y hasta la batería, con otro hermano, Ramón, a la batería y percusión, y un primo, Juan José Amador, vocal en el corte uno, tres y cuatro. Jorge Pardo se encarga de los vientos con el saxo y la flauta. Un trabajo magnífico.


Temas:

1-Levante, 2-Badajoz, 3-Compañero del alma, 4-Baladillo de los tres ríos, 5-El tardón, 6-Las Vegas, 7-El partido, 8-Nasti de plasti, 9-Jessica

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