Lunes de examen después de un tiempo agradable sin ir a la facultad. Creo que ya ha cumplido años mi desgana hacia a este respecto. Realmente, después de cinco años no he notado el cambio del instituto a la universidad. Es lo mismo. Pero el caso es que me levante temprano para repasar e ir a la facultad a mirar el tablón físicamente al parecerme extraño el horario de 20:00-22:00 establecido. Comprobé que era cierto buscando incluso en los demás carteles algún aviso improvisado y escrito a mano sobre el cambio de hora. Eres un tío precavido. Todo vendrá rodado, sin problemas. Prepárate para que nada falle, pon todo lo que puedas poner de tu parte, que no se te olvide el bolígrafo, lleva otro de repuesto, por si acaso, la calculadora no te la dejes, y el carnet ¿lo llevas? Si, y sal temprano para encontrar un aparcamiento en esa facultad que esta en medio de Manhattan. A punto de entrar, voy con una hora de adelanto, si, eres un tío precavido, vuelvo a escuchar. Al otro lado del edificio me cercioro nuevamente del horario, ya no hay duda, lo eres.
Le pregunte a la conserje si me podía situar el aula X, en su primer día, según me dijo, la pude entender a pesar de la dificultad de sus explicaciones. Lógicamente, nadie se había presentado por allí. Me senté en un banco pegado al aula por unos minutos hasta que el frío empezó tocar el xilófono con mis costillas. Y me fui al bar, el de fuera, el que se puede fumar, y después de media hora de un periódico, dos cigarrillos y un refresco volví de nuevo al corral. Ahora había mucha gente, no sabría decir cuantas personas, pero los había de todos los cursos y edades. Me alejé un poco a observar, desde un sitio en el que podía ver todo el que entraba y salía del patio de la facultad de derecho, de cara a la puerta del aula en donde los alumnos empezaban a amontonarse. Oía sus conversaciones en un conjunto que formaba un sonido de insecto, como si una abeja sobrevolara mi oreja y no me dejara en paz. Estudiantes, cabezas atolondrados y reblandecidas por tele basura, pop blando, alcohol barato y hachís ligeramente adulterado. Uno hablaba de la juerga que se pegaría el viernes por la noche, otra de la batería de su teléfono móvil y muchos sostenían los apuntes en sus manos temblorosas. Todo era parte de un un mismo modo de actuar, hablar y pensar. Había, como yo, dos o tres almas solitarias, con sus espaldas apoyadas sobre las paredes, que no hablaban con nadie y que simplemente estaban ahí, parados, aguantando el tirón, me pregunté si lo hacían con mis mismos ojos pero no hice nada por sacarles de su lucha interior. Aquella homogeneidad me asustaba, me daba miedo, me ponía nervioso. Parecía poder envolverte y atraparte en un instante.
Llegó el momento de entrar esa jaula que era el aula X como un rebaño, juntos, bien juntos y sin apenas rozarnos. El método de observación era como el que se describía en El Padrino para huir de la escena del crimen, mirando individualmente a cada uno de ellos sin fijar la vista en ninguno. Me hizo gracia pensar en ello ante aquella circunstancia. Pronto se borró la sonrisa, el aula estaba a reventar, los dos conserjes, el veterano y la novata, salían mientras hablaban “es que no se hace nada por prevenir estas cosas, ahora están todas las clases ocupadas y no parece importarle, para que veas la calidad universitaria”. Mierda. La peste bukowskiana, que ya rondaba entre el alumnado antes de entrar, había llegado con toda su fuerza, negra, plena, esta aquí, arrasando con todo, como siempre. El cerebro me decía, “no hay escapatoria, es demasiado tarde” y la conciencia, que no es lo mismo, me invitaba a tomármelo con calma. Así me mentalice para todas las cosas que iba a presenciar. En primer lugar, el profesor se había propuesto enlatarnos en aquella clase, “el tío debe tener un listado de alumnos matriculados, ahora nos trasladaran a otra clase” me decía a mi mismo. Pensé primeramente que no podría, pero no hay nada que doblegue la voluntad holgazana de un profesor universitario, en filas de siete, sin espacio entre los alumnos, hombro con hombro, la gente parecía muy contenta, es difícil suspender un examen cuando tus ojos tienen acceso involuntario a ocho compañeros que te rodean. A partir de ahí, el surrealismo, el profesor de espaldas a la pizarra, en alto, frente a nosotros, comenzó pidiendo un minuto de silencio por la muerte ese mismo día de un economista famoso, un tal Samuelson, todos se echaron a reír, entre sonrisas, dijo que ya no tendríamos que estudiar el material nuevo de aquel hombre muerto. Los muertos no escriben, los muertos se pudren, esputan por heridas internas infectadas, son devorados por gusanos diminutos, son el criadero de los hijos de esos mismos gusanos, bichos que cuando crecen acaban con la madera robusta de un buen ataúd y en tu cuerpo huesudo se empieza a colar la tierra, por todos tus nuevos orificios. Los muertos no escriben. Vaya cosa.
El ambiente de jocosidad llegó a su punto álgido en los minutos siguientes con las explicaciones por parte del profesor de cómo iba a ser el examen. Aquí me acojoné porque siempre he desconfiado del buen trato de personas que no te tienen por qué tratar bien. Odio el buen trato tanto como el malo, es incluso peor, a mi me gusta el correcto, que abarca un sin fin de posibilidades, se puede ser correcto de mil maneras distintas. Me recordaba a lo que escribió Céline en su primera novela respecto a como los gobernantes preparaban a los hombres para ir a la guerra a morir: “cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón”. Cinco preguntas tipo test y un problema en el que según él no necesitaríamos ni la calculadora, para un examen programado de dos horas, el había estimado un tiempo total de veinte minutos. El jolgorio era total, no había suspenso posible. La clase llegó al éxtasis cuando dijo “... y espero que sea la última vez que os veo en estas circunstancias “ y todo el mundo se puso a aplaudir, mientras yo me hacía más y más pequeño en mi asiento. El estado de hacinamiento era tal que mis gafas se empañaban, no duraban ni un minuto limpias, recordaba a Céline con ira, pensaba que había llegado la hora, que me darían un fusil, un petate y un par de calcetines y me mandarían al frente. “¿cuál es mi puesto, señor?” “ primera línea de infantería, desgraciado, muévete”. Comenzó a repartir los exámenes, cuando incluso había gente con los apuntes sobre las mesas, aquello sencillamente no era serio, ni profesional. Advirtió que expulsaría a cualquiera que intentara copiarse, ridículo, como si dejas a un niño muerto de hambre en medio de un magnífico banquete y le prohíbes comer. Pero el profesor no era estúpido en absoluto y tenía un as en la manga para que la situación no se descontrolara.
Miré a la izquierda un instante, en el otro extremo una fila hacia delante una chica deseó suerte a sus dos amigas sentadas a mi lado, y el despiste fue fatal, cuando volví la vista al frente nuevamente, ¡boom!, disparo en la cabeza, otra baja en la división de infantería. Es lo que tiene, soldado. “A la calle, tu, por hablar” “¿yo?” “si, tu”. Ese era su as, la manera de decir a los demás que no le temblaba el pulso, que se quedaría solo en aquella clase de ser necesario. Me levanté. Otra vez vino a mí la sensación de ser observado. Buscaba en los recovecos de mi cabeza una respuesta aclaratoria para aquel absurdo malentendido que, formulada de un modo irresistiblemente respetuoso y gentil me iba a sacar del embrollo. Pero no estaba inspirado por culpa del efecto que me produjo ver su rostro en los dos segundos que estuvo frente a mi. Vi un autoritarismo incondicional, irracional, escuché: “mi mujer no me folla, mis hijos son estúpidos, no soporto a mi suegra y a mi madre muerta que tampoco la soportaba y, además, era castrante, ahora la echo profundamente de menos, aquí estoy en mi salsa”. La peste más negra que jamás hubiera visto. Maldita sea la peste. Maldito sea Bukowski. Ante eso no hay nada que hacer, amigo. Mátame lentamente si tienes un momento. Todos los allí presentes esperaban un acto de rebeldía como premio a sus miradas, incluso una parte de mi también me lo pedía, me decía, “manda todo a la mierda”. Pero no puedo ser rebelde delante de ciento cincuenta personas, es superior a mi, soy discreto por naturaleza, no lo puedo evitar. Solía expresarme mejor conforme menos personas entraban en el proceso de comunicación. Así que me marché cabizbajo, resignado, jodido y sin decir nada. En la puerta del aula había cuatro chavales que esperaban haciendo frente al frío a que sus novias terminaran el examen, o eso supuse. Uno de ellos me preguntó “¿por qué habéis aplaudido antes?” “porque lo que pasa ahí dentro es un cachondeo, una verdadera juerga” le contesté.
Mi consejo, si vosotros, que leéis esto, tenéis hijos en edad de pasar al instituto, preguntar en la Universidad de Córdoba, pues es el mejor instituto de la ciudad.
Escribo ahora esto que mi zurda está ofendida, caliente y dispuesta.